viernes, 24 de febrero de 2012

El toque de Dios



He terminado de leer el libro Como Jesús de Max Lucado. Me está ayudando a aceptar que Dios me ama tal y como soy, pero se rehúsa dejarme así. Él quiere que yo sea COMO JESÚS.

En su capítulo 3 Max describe la vida de un hombre que no fue descrita en la Biblia. Simplemente se menciona en un hecho. Es el leproso de Mateo 8. Al que Jesús tocó y sanó. Ahí les va la historia y los comentarios de Lucado. Espero que esta porción les ayude como a mí...


Por cinco años nadie me tocó. Nadie. Ni una sola persona. Ni siquiera mi esposa, ni mi hija, ni mis amigos. Nadie me tocaba. Me veían. Me hablaban. Sentía cariño en sus voces. Veía preocupación en sus ojos. Pero nunca sentí su toque. No lo había. Ni una sola vez. Nadie me tocó.
Lo que es común entre ustedes, yo lo codiciaba. Apretones de mano. Cálidos abrazos. Una palmada en el hombro para llamarme la atención. Un beso en los labios para robarse un corazón. Tales momentos fueron sacados de mi mundo. Nadie me tocó. Nadie se tropezó conmigo. Qué no hubiera dado yo porque alguien se tropezara conmigo, que me apretujaran en una multitud, que mis hombros se rozaran contra los de otro. Pero por cinco años nada de eso ocurrió. ¿Cómo podría? Ni siquiera se me permitía andar por las calles. Incluso los rabinos se mantenían a distancia. No se me permitía ir a la sinagoga. Ni siquiera me recibían en mi propia casa.
Yo era un intocable. Era leproso. Nadie me tocaba. Hasta hoy.
Me pregunto por este hombre porque en los tiempos del Nuevo Testamento la lepra era la enfermedad más temida. La condición dejaba el cuerpo como una masa de úlceras y putrefacción. Los dedos se encogían y se retorcían. Pedazos de piel perdían el color y hedían. Ciertos tipos de lepra matan las terminaciones nerviosas, y eso produce la pérdida de dedos de las manos, de los pies, e incluso pies y manos. La lepra era muerte a centímetros.
Las consecuencias sociales eran más severas que las físicas. Considerada contagiosa, al leproso se le obligaba a guardar cuarentena, proscrito a una colonia de leprosos.
En las Escrituras el leproso es símbolo del máximo proscrito: infectado por una condición que no buscó, rechazado por los que lo conocían, evadido por personas que no conocía, condenado a un futuro que no podía soportar. En la memoria de cada proscrito debe haber quedado el día en que se vio obligado a enfrentar la verdad: la vida nunca sería lo mismo.
Un año durante la siega noté que mi mano no podía sostener la guadaña con la misma fuerza. Tenía los dedos adormecidos. Primero fue un dedo, y después otro. Al poco tiempo podía empuñar la guadaña pero ni siquiera la sentía. Al terminar la temporada no sentía nada con las manos. La mano que empuñaba el mango bien podía haber pertenecido a algún otro; había desaparecido toda sensación. No le dije nada a mi esposa, pero ella sospechaba algo. ¿Cómo podría no sospechar? Yo llevaba mi mano contra mi cuerpo como ave herida.
Una tarde hundí la mano en una palangana de agua para lavarme la cara. El agua se puso roja. Un dedo sangraba, con hemorragia. Ni siquiera sabía que me había lastimado. ¿Cómo me corté? ¿Con algún cuchillo? ¿Acaso rocé con la mano algún metal afilado? Debe haber sido, pero no sentí nada.
-Está también en tu ropa -me dijo mi esposa quedamente. Estaba detrás de mí. Antes de mirarla, miré las manchas rojas en mi vestido. Por largo rato me quedé sobre la palangana, contemplando mi mano. Algo me decía que mi vida había quedado alterada para siempre.
-¿Quieres que te acompañe para ir a ver al sacerdote? -me preguntó.
-No -dije con un suspiro-. Iré solo.
Me volví y vi sus ojos húmedos. Junto a ella estaba nuestra hija de tres años. Agachándome, le miré directamente a los ojos y le acaricié la mejilla, sin decir nada. ¿Qué podía decir? Me enderecé y miré a mi esposa de nuevo. Ella me tocó el hombro, y con mi mano buena toqué la de ella. Sería nuestro toque final.
Cinco años han pasado, y desde entonces nadie me había tocado, hasta ahora.
El sacerdote no me tocó. Me miró la mano, que ahora llevo envuelta en un trapo. Me miró a la cara, ahora ensombrecida por la tristeza. Nunca le he echado la culpa por lo que dijo. Sencillamente estaba haciendo según había sido instruido. Se cubrió la boca y extendió su mano, con la palma hacia afuera. «Eres inmundo», me dijo. Con ese pronunciamiento perdí a mi familia, mi granja, mi futuro, mis amigos.
Mi esposa me vino a encontrar en las puertas de la ciudad, con una bolsa de ropa, y pan y monedas. No dijo nada. Para entonces algunos amigos se habían reunido. Lo que vi en sus ojos fue precursor de lo que he visto en todo ojo desde entonces: compasión llena de temor. Cuando yo salía, ellos se alejaban. Su horror por mi enfermedad era más grande que su preocupación por mi corazón; y así ellos, al igual que todo el mundo desde entonces, retroceden.
La proscripción de un leproso parece rigurosa, innecesaria. Sin embargo, el Antiguo Oriente no ha sido la única cultura que ha aislado a sus heridos. Nosotros tal vez no construyamos colonias ni nos cubramos la boca en su presencia, pero ciertamente construimos paredes y apartamos los ojos. La persona no tiene que ser leprosa para sentirse en cuarentena.
Uno de mis recuerdos más tristes tiene que ver con mi amigo de cuarto grado, Jerry. Él y otra media docena de nosotros éramos objeto eternamente presente e inseparables en el patio. Un día llamé a su casa para ver si podía salir a jugar. Contestó el teléfono una voz maldiciente, ebria, que me decía que Jerry no podía salir ni ese día ni nunca. Les conté a mis amigos lo que ocurrió. Uno de ellos me explicó que el padre de Jerry era alcohólico. No sé si supe lo que esa palabra quería decir, pero lo aprendí muy pronto. Jerry, el que jugaba segunda base; Jerry, el de la bicicleta roja; Jerry, mi amigo de la esquina era ahora «Jerry, el hijo del borracho». Los muchachos pueden ser crueles, y por alguna razón fuimos muy crueles con Jerry. Estaba infectado. Como el leproso, sufrió de una condición que él no creó. Como el leproso, lo proscribimos de nuestra población.
El divorciado conoce estos sentimientos. Igual el lisiado. El desempleado lo ha sentido, al igual que el que tiene educación escasa. Algunos se retraen de las madres solteras. Mantenemos nuestra distancia de los deprimidos y de los enfermos deshauciados. Tenemos vecindarios para inmigrantes, asilos de convalescencia para los ancianos, escuelas para los retardados, centros para los adictos y prisiones para los criminales.
El resto sencillamente tratamos de alejarnos de todo eso. Solo Dios sabe cuántos Jerrys están en exilio voluntario: individuos que viven vidas calladas, solitarias, infectadas por sus temores de rechazo y sus recuerdos de la última vez que lo intentaron. Prefieren que no se los toque antes que arriesgarse a que se les lastime.
Ah, ¡cuánta repulsión sentían los que me veían! Cinco años de lepra me han dejado las manos retorcidas. Me faltan varias falanges en varios dedos, al igual que pedazos de mis orejas y de la nariz. Al verme los padres agarran a sus hijos. Las madres se cubren la cara. Los niños me señalan con el dedo y se quedan mirándome.
Los trapos no pueden esconder las llagas de mi cuerpo. Tampoco el trapo con que me envuelvo la cara para ocultar la ira de mis ojos. Ni siquiera trato de esconderla. ¿Cuántas noches no levanté mi puño crispado contra el cielo silencioso? «¿Qué hice para merecer esto?» Pero nunca recibí respuesta.
Algunos piensan que pequé. Algunos piensan que mis padres pecaron. No lo sé. Todo lo que sé es que me hastié de todo: de dormir en la colonia, de percibir el hedor. Me hastié de la condenada campanilla que debía llevar al cuello para advertir a la gente de mi presencia. Como si la necesitara. Una mirada y los anuncios empezaban: «¡Inmundo! ¡Inmundo! ¡Inmundo!»
Hace varias semanas me atreví a andar por el camino de la aldea. No tenía ninguna intención de entrar en ella. El cielo sabe que todo lo que quería era echar un nuevo vistazo a mis campos. Echar una mirada a mi casa, y ver, si acaso por casualidad, la cara de mi esposa. No la vi; pero vi algunos niños jugando en un potrero. Me escondí detrás de un árbol y los vi corretear y salir corriendo. Sus caras se veían tan alegres y su risa tan contagiosa que por un momento, apenas por un momento, no fui ya un leproso. Fui de nuevo un agricultor. Fui padre. Fui un hombre.
Con la infusión de la felicidad de ellos salí de detrás del árbol, enderecé mi espalda, respiré profundamente … y entonces me vieron. Antes de que pudiera retirarme me vieron. Gritaron. Salieron al escape. Una , sin embargo, se quedó. Una se detuvo y me miró. No lo sé, ni podría decirlo con certeza, pero pienso, en realidad pienso, que era mi hija. No lo sé; no podría asegurarlo; pero pienso que ella buscaba a su padre.
Esa mirada me hizo dar el paso que di hoy. Por supuesto que fue temerario. Por supuesto que fue un riesgo. Pero ¿qué podía perder? Se llama a sí mismo el Hijo de Dios. O bien escuchaba mi queja y me mataba, o aceptaba mi demanda y me sanaba. Eso era lo que yo pensaba. Me acerqué a Él desafiándolo. No me impulsaba la fe sino una ira desesperada. Dios había hecho una calamidad en mi cuerpo, y o bien tendría que restaurarlo o acabarlo.
Pero entonces le vi, y cuando le vi cambié. Debes recordar que soy un agricultor, no poeta, así que no puedo hallar palabras para describir lo que vi. Todo lo que puedo decir es que las mañanas de Judea algunas veces son tan frescas y la salida del sol tan gloriosa que mirarla es olvidar el calor del día anterior y las heridas del pasado. Cuando miré su cara vi una mañana de Judea.
Antes de que Él hablara, supe que se interesaba. De alguna manera supe que detestaba esta enfermedad tanto, si acaso no más, que yo. Mi ira se convirtió en confianza, y mi cólera en esperanza.
Oculto detrás de una piedra le vi descender de la colina. Multitudes le seguían. Esperé hasta que estuviera a pocos pasos de donde yo estaba, y entonces me presenté.
-¡Maestro!
Se detuvo y me miró, al igual que docenas de otros. Un torrente de temor recorrió la multitud. Los brazos volaron para cubrir las caras. Los niños se agazaparon detrás de sus padres. «¡Inmundo!» gritó alguien. De nuevo, no los culpo. Yo era una masa maltrecha de muerte. Pero casi ni los oía. Casi ni los veía. He visto mil veces su pánico. No obstante, la compasión de Él nunca la había contemplado. Todo el mundo retrocedió, excepto Él. Entonces avanzó hacia mí. Hacia mí.
Cinco años atrás mi esposa se me había acercado. Ella fue la última en hacerlo. Ahora Él lo hacía. No me moví. Sencillamente le dije:
-Señor: tú puedes limpiarme, si lo quieres.
Si Él me hubiera sanado con una palabra, hubiera quedado más que encantado. Si me hubiera curado con una oración, me habría regocijado. Pero no quedó satisfecho con hablarme. Se me acercó. Me tocó. Cinco años atrás mi esposa me había tocado. Desde entonces nadie me había tocado. Hasta hoy.
-Quiero -sus palabras fueron tiernas como su toque-. Sé limpio.
La energía me llenó el cuerpo como el agua en un campo arado. En un instante, en un momento, sentí calor donde había habido insensibilidad. Sentí fuerza donde había habido atrofia. Mi espalda se enderezó, y mi cabeza se levantó. Donde yo había estado con un ojo a nivel de su cintura, ahora estaba mirándolo al nivel de su cara. Su cara sonriente.
Me tomó las mejillas con sus manos, y me acercó tanto que pude sentir el calor de su aliento y ver la humedad de sus ojos.
-No lo digas a nadie. Pero ve y muéstrate al sacerdote, y ofrece la ofrenda que Moisés ordenó para la gente que es sanada. Esto le mostrará a la gente lo que he hecho.
Y eso es lo que estoy haciendo. Voy a mostrarme al sacerdote y abrazarlo. Me mostraré a mi esposa, y la abrazaré. Levantaré a mi hija, y la abrazaré. Nunca olvidaré al que se atrevió a tocarme. Podía haberme sanado con una palabra; pero quería hacer más que sanarme. Quería darme honor, validarme. Imagínate: indigno de que me toque el hombre, y sin embargo digno del toque de Dios

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